Son de alta estatura, tienen la piel blanca y su rostro refleja vigor.
Sus cabellos eran naturalmente rojos, y ellos avivaban su color por medios artificiales, se lavaban a menudo el cabello con lechada de cal y se lo ataban en lo alto de la cabeza dejandole caer sobre la nuca recordando así el aspecto de los sátiros de Pan, estos cuidados volvían sus cabellos tan espesos que parecían crines de caballo, algunos se afeitaban la barba, y otros la llevaban corta.
Los nobles se rasuraban las mejillas, pero se dejaban crecer tanto los bigotes que les cubría la boca.
Así veían los romanos (a través de la pluma de Diodoro Sículo) a los celtas de la época de Augusto, corpulentos, toscos, con híspidas cabelleras y bigotes que ocultan bocas feroces.
Eran nómadas, organizados en clanes, implacables predadores, habituados a efectuar correleas para apoderarse de lo necesario a expensas de los pueblos limítrofes, sin tener una concepción de la conquista territorial ni de una organización política estructurada sobre instituciones.
Establecidos originariamente en Europa central, a través de sucesivas migraciones llegaron a Francia, a las Islas británicas, a la Península ibérica y a Italia septentrional, fundiéndose o superponiéndose a los pueblos locales preexistentes.
César (100-44 a.C.) se refiere largamente y con respeto a estas gentes en De bello gallico, una obra culta y penetrante en la cual, además de describirse los usos y costumbres de los celtas y su religión, se distinguen cuidadosamente las diversas tribus, así como las regiones donde estaban establecidas.
Los romanos ya habían conocido a los celtas en el siglo IV a.C. y más concretamente entre 387 y 386, cuando, derrotados en la batalla a pocos kilómetros en la confluencia de los rios Allia y Tíber, sufrieron la invasión y el saqueo de la capital por esos pueblos.
Imitaciones extravagantes de estateras y tetradracmas, los celtas de la Galia comenzaron a acuñar moneda entre finales del siglo IV y el comienzo del III a.C., dando así inicio a una producción monetal prácticamente de imitación en su totalidad, inspirada en las piezas conocidas en los intercambios a través del Mediterráneo y del puerto de Massalia (la actual Marsella) en el Oeste, y por el valle del Danubio en el Este.
En el siglo II a.C., también los celtas de Europa central empezaron a acuñar monedas, imitando las de Lisímaco de Tracia, de Larisa o de Thasos. Profundamente inestables e instintivos en su organización social y militar, los celtas transmitieron también a sus monedas un ritmo irracional, una abstracción muy distante de las producciones del numerario griego al cual, por otra parte, se remitían directamente. Las monedas que seguramente conocían los celtas a través del comercio eran las estateras de oro y los tetradracmas de Filipo II y de Alejandro Magno, la divisa universal de entonces. En una segunda etapa, los tipos objeto de imitación fueron los romanos. Mientras que la moneda griega se inspira en un armónico equilibrio, en un refinado naturalismo en la representación de la figura humana, del mundo animal y del vegetal, los bárbaros descomponen este universo, reduciéndolo a algo que sólo lejanamente recuerda el espíritu y la iconografía originales. La degeneración de los tipos, dictada por una fantasía rupturista y por una acusada tendencia hacia la abstracción y los motivos ornamentales, conduce a una alteración de la forma y a una excéntrica esquematización de los elementos figurativos. Si a los celtas les faltaba una cultura de la moneda, ciertamente no les faltaban los metales preciosos: los yacimientos de oro del Rin, de los Pirineos y de los Alpes, los filones de plata del Tarn y del Auvernia, y el estaño de Bretaña proveían suficiente materia prima para acuñar monedas destinadas a los intercambios comerciales. En la producción celta es más bien frecuente el electrón. Rasgos alterados de modelos clásicos, las monedas celtas, aparentemente pobres en cuanto que no poseen auténtica originalidad, son ricas en fantasía, están llenas de vida y resultan inconfundibles; entre los pueblos que habitaron el vasto territorio céltico estuvo muy difundido el tipo que representa en el anverso una cabeza, creada sobre el modelo de los retratos de Alejandro Magno, y que en general representa al jefe de la tribu; y en el reverso un caballo (animal predilecto en la tipología gala), a veces solo y en ocasiones guiado por un auriga. Examinemos una estatera de oro de comienzos del siglo II a C. procedente de la región de la actual Bretaña: el anverso presenta todavía un rostro modelado con arreglo a proporciones orgánicas, si bien -lo que constituye una anomalía bastante frecuente en las monedas galas en general- el perfil no está bien centrado y el redondel es demasiado pequeño para la figura que encierra. Resulta interesante observar cómo se han reproducido los cabellos, ahora estilizados con motivos decorativos, con ondas, con formas que recuerdan motivos geométricos más relacionados con el mundo de las plantas que con un fiel reflejo de la realidad. En el reverso, la figura del caballo androcéfalo (o sea, con cabeza humana) ocupa una parte modesta del espacio del que se dispone, mientras que, y éste es un elemento muy frecuente, el campo está ocupado por figuraciones esquemáticas menores que pueden estar constituidas por signos geométricos, ruedas, estrellas y figuras de diversa naturaleza y de gran variedad. También son muy interesantes las moneda de los parisios, habitantes de la región donde hoy se halla París.
También en este caso llega hasta el borde del redondel la cabeza cuyo perfil se descompone en formas sintéticas, de gran fuerza expresiva y de refinado gusto decorativo. El ojo visto de frente, exageradamente abierto, caracteriza este perfil que lleva delante del cuello una barquita, símbolo de la ciudad y de los "nautae parisiaci", pequeños traficantes que se dedicaban al comercio fluvial, ello significa que en las monedas se reflejaba parte de la realidad más propiamente indígena y local, enriqueciéndolas con un nuevo valor documental, también el caballo del reverso merece una observación: se trata de un animal muy estilizado, toda una concesión al gusto decorativo y escasamente fiel al naturalismo. El motivo del ojo muy ampliado se exagera hasta el punto de convertirse en el único elemento antropomorfo que perdura en algunas monedas de la zona de Europa central: esta figura recuerda tan poco el modelo del que proviene, o sea un rostro humano, que algunos han tratado de ver en ella los símbolos de un culto local, pero sin llegar a ninguna conclusión cierta. También se puede hablar, sin más, de descomposición total de la figura humana en monedas de los belovacos, establecidos en Bélgica, en ellas la fuerza de la abstracción es casi disgregadora, y se mantienen pocos elementos identificables: se distingue el ojo, mientras que en el lugar de la oreja se coloca una estrella. Las llamadas monedas de la cruz imitan el reverso de las monedas de Rocas, provienen del valle del Tarn, en Francia meridional, y ese tipo se extendió a los actuales Languedoc occidental y Rosellón, si bien en estas regiones se representa una flor vista desde arriba, con un criterio iconográfico verdaderamente peculiar: en el anverso presentan un perfil femenino que recuerda las monedas de Siracusa, conocidas por estos pueblos gracias a otra imitación, la de Rhode, colonia rodia en el golfo de Rosas (Gerona). Esta producción monetal merece hoy que se reconozca su dignidad y que se la haga objeto de estudios y atención, rechazando la antigua consideración de que pertenecían a un momento en la historia de la moneda que podía pasarse por alto.
Incomprensibles pero útiles en Grecia, el comercio internacional estaba regulado por unas pocas monedas, universalmente aceptadas y reconocidas, por lo general acuñadas en póleis de gran prestigio y autoridad (pensemos, por ejemplo, en el gran prestigio que alcanzaron las lechuzas de Atenas). Ser la autoridad emisora de esta divisa privilegiada era fuente de grandes ventajas económicas que derivaban de enormes entradas por el derecho de acuñación (la diferencia de valor entre el metal bruto y el metal acuñado) y de relaciones preferentes en los intercambios. En el mundo antiguo, el nacimiento y difusión de las ligas (asociaciones de varias ciudades que adoptaban y sostenían la misma divisa) tenía, entre otras finalidades, promover la difusión de algunas monedas con preferencia a otras. Otro sistema muy difundido entre los pueblos primitivos era la imitación, que consistía en la réplica, sin el menor escrúpulo o interés figurativo, de la moneda que conocían a través de sus intercambios. En efecto, los bárbaros reproducían en grandes cantidades el redondel de metal precioso del que no comprendían ni el valor simbólico de las figuras adoptadas, ni las inscripciones, pero cuya utilidad captaban de inmediato. Resulta obvio que para los bárbaros que no reconocían ni observaban las leyes de los pueblos más civilizados, tenía escasa importancia el respeto al peso y a la bondad del metal. Además, reproducían groseramente y al azar las leyendas para ellos incomprensibles, y se aleja del prototipo incluso la representación figurativa, ya que poseían una sensibilidad completamente distinta de la de los pueblos de cultura llamada clásica.
1 comentario:
Hola, me encanta tu blog y la verdad es que estoy buscando información sobre los celtas para una novela ¿que me podrías decir de Fionn Mc Cooll, o también llamado Fionn Mc Cumhaill? Gracias :)
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